APOLO Y DAPHNE
Una mañana temprano, cuando todavía los ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla.
Ella fue como siempre a bañarse en el río. Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío, se deslizó dentro; hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y toco la espuma. Rió, serena y feliz.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera dorada; tembló su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor.
Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda.
Júpiter no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada a esta triste suerte.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ella profirió un grito de terror.
Al instante se partió el cielo en dos; un trueno sordo y profundo se oyó a lo lejos; dos relámpagos estallaron entre las nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue transformando. En los dedos de los pies le crecieron prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas; su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro Tiziano y adquirió la rugosidad de las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para siempre.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se convirtió en laurel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario